COOPERATIVA INTEGRAL. UNA PROPUESTA VIABLE PARA EMPEZAR A CONSTRUIR, AQUÍ Y AHORA, LA UTOPÍA
A todos aquellos que se afanan en construir las piezas de una estructura social susceptible de ser administrada por ciudadanos corrientes.
I. El inicio: Muchos
solos
Hubo una vez cien
personas normales con sensibilidad social, que vivían disgregadas, produciendo
y consumiendo en solitario, como el resto de la gente de aquel entorno
individualista y mercantil. Personas cuyos ingresos medios rondaban los mil
euros mensuales, estando algunas de ellas, veinte en concreto, en situación de
desempleo. Estos cien ciudadanos se comportaban, muy a su pesar,
como consumidores pasivos e irresponsables, comprando sin otro criterio que el
precio y la comodidad, optando normalmente por lo más barato, acudiendo a las
grandes superficies y surtiéndose de las marcas más conocidas. Les faltaba
motivación, tiempo e información para elegir de forma crítica, por lo que caían
bajo la influencia de los patrones que dictaba la publicidad, aún en
contradicción con sus principios.
Algo similar les ocurría
como productores, donde su situación oscilaba entre el desempleo, contratos
precarios y sueldos bajos. No disponían de patrimonio familiar para montar un
negocio por su cuenta y su única posibilidad de trabajar consistía en
prepararse una oposición u
ofrecerse como asalariados al mejor postor, aceptando, casi con entusiasmo
debido a la escasez de oportunidades, las condiciones del empleador a cuyos
beneficios contribuirían de por vida.
Cuando no trabajaban era
aún peor, porque entonces se volvían invisibles, los atenazaba la angustia y un
sentimiento de inutilidad. Ancianos, parados, enfermos y amas de casa se sabían
al margen de todo lo importante, excluidos de la vida social.
Los cien sobrevivían
desconectados, salvo de su familia y amigos, red insuficiente ante la
emergencia de la enfermedad o el paro crónico. A menudo se sentían solos,
ocupando el escaso tiempo libre en placeres pasivos como ver la televisión o ir
de compras, y para escapar a esta persistente sensación de soledad se
incorporaban a clubes de fútbol de donde obtenían una mínima sensación de
pertenencia y un motivo para iniciar las conversaciones.
Habían perdido la fe en
el ser humano y desconfiaban, tan impotentes se sentían, de su capacidad para
cambiar el mundo; incluso los pequeños detalles de su vida cotidiana parecían
formar parte de un orden extraño, gobernado por leyes inexorables que
difícilmente comprendían. Lamentos y quejas se sucedían continuamente en su
interior, haciendo de ellos nada más que meras víctimas, marionetas de una
historia en la que eran otros los que escribían el guión. La única base de su
dignidad ciudadana consistía en elegir cada cuatro años entre dos únicos
partidos, con idénticas políticas, que gestionaban el infierno de manera
diferente pero que se empeñaban con tenacidad en permanecer en él.
II. Un nuevo pacto social
A la ansiedad de una
vida excesivamente incierta, fuera de su control y tan alejada de los sueños de
juventud, se sumaba la angustia por el futuro de sus hijos y el hartazgo de ver
cómo una minoría poderosa se alzaba con el timón de las instituciones democráticas
para enriquecerse de manera desmedida y despiadada, saqueando el ya de por sí
menguado estado de bienestar, recortando derechos, abaratando el despido,
privatizando servicios y condenando a la miseria a millones de ciudadanos,
mientras nadie parecía reaccionar de otro modo que no fuera el enfado y la
resignación. A fuerza de soportar agresiones, catastróficos presagios y malas
noticias, empezaba a instalarse entre ellos una suerte de depresión colectiva,
un aprendizaje público de la desesperanza.
Hasta que cierto día de
la primavera de 2012, los cien protagonistas de la historia decidieron
congregarse en una tertulia improvisada para hablar de sus sueños de una vida
mejor. Aparcaron por un momento el fatalismo que los paralizaba para dejar
libre su fantasía, el revolucionario poder de la imaginación, comprobando en
días sucesivos, tras apasionantes discusiones en torno a la justicia, que eran
sorprendentes las coincidencias de lo que entendían por una vida buena, el
mundo en el que hubieran deseado vivir y ofrecer a sus hijos. Los acuerdos se
condensaron en una declaración de principios, las directrices de un modelo
económico alternativo cuyo objetivo no fuera el crecimiento ni la búsqueda del
beneficio inmediato, sino el modo de dar cumplida satisfacción a las
necesidades de todos, preservando la democracia en las decisiones y la
administración eficiente de recursos escasos. Tan ilusionados y conmovidos
estaban que los enmarcaron como si se tratara de una carta magna, el preámbulo
de una constitución aún más sagrada que la de su nación –secuestrada por los
mercados–, la expresión de una verdadera voluntad soberana. He aquí algunos de
ellos.
I. Los ingresos serían
proporcionales al trabajo realizado y no al capital invertido.
II. Quien trabaja debe
determinar de forma significativa su actividad productiva y el producto de su
trabajo.
III. Lo que se consume
ha de ser compatible con la preservación del medioambiente y los derechos de
las futuras generaciones.
IV. La felicidad no se
basa en el nivel de consumo sino en el desarrollo de las capacidades humanas.
V. En una sociedad
madura una parte creciente de los intercambios escapan al mercado, es decir, se
basan en gestos de altruismo espontáneo, donde cada cual aporta lo que puede y
recibe lo que necesita.
VI. Los derechos de
seres vivos y animales son respetados.
VII. Todos los trabajos
socialmente necesarios son equivalentes en valor.
VIII. Los bienes y
servicios producidos deben poseer la máxima calidad y duración que sea
técnicamente posible.
IX. Las necesidades
básicas deben están cubiertas para todos de un modo público y gratuito.
X. Los créditos para
financiar una iniciativa económica han de obtenerse en función de su viabilidad
económica e interés social y no exclusivamente por los avales de que se dispone.
XI. Las relaciones entre
las personas han de ser prioritariamente de cooperación y no de competencia.
XII. Es un deber de
todos evitar los intercambios desesperados, basados en la necesidad.
XIII. El trabajo ha de
repartirse, no debiendo ocupar más de treinta y cinco horas semanales, para
hacer posible tanto la conciliación familiar como el ocio creativo.
XIV. Mujeres y hombres
gozan de idénticos derechos y deberes.
XV. Nadie debe ser
excluido por no tener un trabajo remunerado, la pertenencia social se adquiere
por la condición de personas y ciudadanos.
XVI. Se ha de buscar la
consenso antes que la mayoría.
XVII. La asamblea es la
única base legítima del poder soberano. Hay que minimizar en lo posible la
representación política, sustituyéndola por portavocías con mandatos
específicos y cargos revocables en todo momento.
Tras leerlos en común de
una forma solemne, algo extraño y fundamental ocurrió: aunque seguían siendo
cien, por un momento se sintieron como si fueran uno solo. Se había inaugurado,
mediante un inédito pacto social, un modelo de sociedad diferente, al que a
partir de ahora y para siempre serían leales. Decidieron entonces abrir un
proceso constituyente cuyo sujeto sería la asamblea de cien ciudadanos libres, a la que podrían
agregarse quienes compartieran los valores fundacionales. Su cometido
inmediato: articular jurídicamente los principios, dar expresión a su libertad
colectiva.
III. Creación de un mercado único. Asociación de consumidores.
A los pocos días, los
cien ciudadanos se reunieron en un local del Ayuntamiento, y tras haber
constatado que compartían la mayor parte de los principios de lo que debería
ser una sociedad igualitaria, decidieron formar una asociación de consumidores,
como un primer paso que les aproximara a la utopía. Aunque en todos se
albergaba un terco poso de escepticismo, un aciago presentimiento de fracaso,
consideraron que bien valía la pena sucumbir en el intento antes que, por
temor, ni siquiera intentarlo.
Era firme su voluntad y
clara la meta, pero les faltaban los medios para llevarla a cabo. Los
principios dejaron espacio a los cálculos. Ya que los gastos mensuales de cada
uno oscilaban en torno a 800 euros, dejando doscientos para ahorro, suponía
80.000 euros al mes el coste total de los bienes y servicios con que
satisfacían sus necesidades. Aparte lógicamente de los impuestos como IVA,
IRPF, tasas municipales o cotizaciones a la seguridad social con los que contribuían,
proporcionalmente mucho más que los ricos, a los gastos del Estado.
Era simple cuestión de
números. Si estos gastos necesarios y habituales, en su mayor parte idénticos:
alimentación, ropa, móvil, hipoteca, material escolar, productos de limpieza, servicios
jurídicos, gestoría, combustibles, mantenimiento de la vivienda o taller
mecánico, etc., los realizaban al por mayor, como un solo comprador, y evitaban
los intermediarios, los márgenes de ahorro serían importantes.
Bastaría un descuento
del 7% para economizar 5.600 euros al mes, con los que podían crear una central
de compras y ofrecer empleo a uno de los asociados, que actuaría como
responsable de la gestión, hablando con tiendas, profesionales y proveedores,
encontrando canales de distribución y estudiando el modo de abaratar hasta el
mínimo euro. Para darle a este empleo y a los que pudieran crearse una
cobertura legal constituyeron una cooperativa de trabajo asociado, que
complementara a la asociación de consumidores, mientras estudiaban la conveniencia
de transformarse en cooperativa de consumo, que genera mayores descuentos, al
poder comprar directamente a los mayoristas, pero con el inconveniente de tener
que tributar como una empresa.
Con el ahorro obtenido
pudieron igualmente alquilar un local, como sede de la asociación, donde
realizar sus apasionadas deliberaciones, que sirviera simultáneamente como
centro de distribución y almacén de abastos, ecotienda de productos ecológicos
abierta al público y espacio lúdico donde esparcirse agradablemente y promover
su filosofía, desplegada en la decoración, la música, los iconos de las paredes
o la calidad de los productos ofrecidos.
IV. Cooperativa de trabajo asociado. Nace la cooperativa integral.
Se constituyó para ello
una nueva sección de venta de productos dentro de la cooperativa de trabajo
asociado, que ofreció empleo a otra persona de la asociación. Para dar forma
legal a esta red de autogestión social y apoyo mutuo se adoptó la fórmula de
cooperativa integral, recogida de la legislación estatal, por incluir en una
unidad orgánica diversas modalidades cooperativas y dentro de cada una de ellas
diversas secciones. La cooperativa integral sería la unidad económica de
producción y consumo de la nueva democracia integral que pretendían construir a
gran escala, su germen y maqueta. La asamblea aprobó que el precio de los
productos para las personas que no pertenecieran a la asociación fueran los de
mercado, así habría un estímulo económico más para afiliarse a la misma. Salvo
con una excepción, a las personas sin recursos se les ofrecían a precio de
coste.
La fuerza de una demanda
tan numerosa no solo se utilizaba para obtener descuentos en el precio, sino
también para exigir una serie de criterios compartidos, consensuados por todos,
un código de consumo responsable coherente con los principios estatutarios, con
los que seleccionar los bienes y servicios consumidos. Las instrucciones dadas
al responsable de compras eran taxativas: dentro de las opciones disponibles
para satisfacer una necesidad se debía dar preferencia a productos que no
dañaran al medioambiente, que garantizaran condiciones animalmente dignas,
jamás comprar productos en cuyo proceso de fabricación existieran indicios de
explotación laboral, favorecer el pequeño comercio local antes que las grandes
superficies, comprar directamente a los productores sin intermediarios y, por
supuesto, asegurar mayor calidad y duración, nada de obsolescencia programada.
Para verificar estas
condiciones se contactaba con empresas que dispusieran de sellos de
responsabilidad social corporativa o de etiquetados fiables de sus componentes
y condiciones de producción. En los casos de autónomos la cooperativa realizaba
su propia auditoria sobre el terreno antes de adquirir el producto. De este
modo llegó la primera consecuencia de su nueva forma de estar en el mundo: el
dinero de aquellos cien ciudadanos estaba al servicio de un consumo crítico y
trasformador. Con el ahorro de sus gastos corrientes compartidos habían
extraído el capital inicial que serviría para financiar un proceso de
transformación colectiva.
Un criterio que no
estuvo exento de polémica establecía que siempre se daría prioridad a los
bienes y servicios procedentes de empresas cooperativas y autónomos, evitando
en lo posible negociar con la empresa tradicional, es decir, aquella donde la
figura del empresario y el trabajador no se reunían en la misma persona. Se
rechazaba así como inmoral e ineficiente cualquier unidad económica donde
alguien fuera reducido a la condición de mero coste productivo, se le excluyera
de las decisiones que afectaban a su actividad creadora y al producto de su
trabajo, y donde únicamente los propietarios de capital tuvieran el derecho a
asumir la responsabilidad de las decisiones, soportar los riesgos y apropiarse íntegramente
de los beneficios socialmente producidos. Quien tenía una buena iniciativa
económica tenía solo dos opciones legítimas: o llevarla él solo a cabo con el
concurso de su familia o convencer a otros socios para realizarla juntos. Los
medios productivos no estarían, al menos en ese pequeño espacio, separados del
trabajador.
Se consideraba injusta
porque un trabajador no es una mercancía, una herramienta creada para ejecutar
las órdenes de otro, sino un agente activo y trasformador, deshumanizado por un
modelo de empresa tiránico y obsoleto, que se mantiene todavía vigente por un
acto de violencia estructural legitimado por el Estado. Ineficiente porque
cualquier productor estaría más motivado en su trabajo si supiera que la
empresa en la que ocupa su tiempo es suya, y participara en sus decisiones y
beneficios. Por esa razón se decidió el modelo de cooperativa de trabajo
asociado para dar cobertura jurídica a los puestos creados a partir de la
asociación de consumidores y su mercado común de 90.000 euros al mes.
En una cooperativa cada
socio cuenta con un voto, los ingresos se perciben en función de la actividad
realizada y no del capital aportado, es voluntaria la afiliación y el cese, y
pueden vincularse fácilmente entre sí en unidades superiores de segundo y
tercer grado, a diferencia del resto de fórmulas empresariales: ya sea
sociedades anónimas, sociedades limitadas o comunidad de bienes. Así se
asestaba un certero golpe, aunque fuera insignificante en términos
cuantitativos, al capitalismo en su eje de flotación. No se habían ganado las
elecciones ni tomado el poder del Estado, pero a escala reducida, en un
diminuto laboratorio de vida social, cien personas estaban generando un célula
socioeconómica cuyo ADN era ajeno e incompatible con las relaciones
capitalistas.
Por esta misma filosofía
que se decantaba por la cooperativa de trabajo asociado como estructura
asamblearia, abierta y equitativa, que rechazaba comerciar con modelos
empresariales autocráticos, se convino que no se podría contratar a ningún
trabajador por cuenta ajena salvo como período de prueba antes de convertirse
en socio de pleno derecho. La organización debía preservar su carácter horizontal y democrático. También se
acordó que todos los socios, cuyas secciones gozaban de cierta autonomía
económica, tuvieran unos márgenes salariales prefijados por la asamblea, a fin
de evitar abusos o el deseo de enriquecimiento. La norma era que en caso de
existir beneficios estos deberían reinvertirse de modo preferente para crear
nuevos puestos de trabajo entre los asociados, amén de limitar la jornada
laboral a treinta y cinco horas semanales.
V Se multiplican las secciones productivas.
Pero volviendo al tema
del ahorro, otra estrategia de la asociación consistió en realizar un estudio
contable pormenorizado de cada una de las necesidades de los cien miembros
–desde la alimentación hasta los detergentes, pasando por el agua o el gasoil–,
llegando a la conclusión de que en algunas de estas partidas el volumen de
compra era suficientemente importante para constituir una sección específica de
producción. Así se creó el huerto ecológico, con gallinero incluido, que surtía
de alimentos sanos y frescos a la asociación: pimientos, tomates, pepinos,
melones, huevos, conservas, carne o cereales libres de una infinidad de toxinas
industriales.
Dos miembros de la
asociación, que disponían de un pequeño terreno, planificaron la cosecha para
abastecer la demanda mediante la entrega de cestas periódicas con productos
ecológicos de temporada, cultivados sin pesticidas ni herbicidas. Y, en el caso
de la carne, sin necesidad de someter a pollos y gallinas al terrible estrés de
vivir hacinados y enjaulados de modo permanente, como si se trataran de simples
máquinas de producir carne y huevos, en vez de seres vivos.
Otra sección que se
estimó conveniente crear fue un servicio de cocina, debido a que preparar la
comida cada día era una actividad incómoda: prever, comprar, guisar, fregar,
etc., en la que se invertía excesivo tiempo y dinero cuando se hacía de forma
individual. Cincuenta personas acordaron y encargaron a la sección de cocina un
menú básico que podría realizarse en enormes ollas a fuego lento. De este modo
se pudieron crear dos puestos de trabajo de cocineros cuyos platos costaban
tres euros a los socios, y que también se ofrecían al público exterior. Fue tal
la acogida que recibió el proyecto entre la población que pudo incorporarse a
un nuevo socio. Al adquirir los productos a la sección hortícola se abarataban
costes y se garantizaba su calidad y sabor.
También se consideró la
posibilidad de sustituir un importante número de calderas de gasoil por otras
de biomasa, donde con los propios sarmientos triturados y prensados en unos
dispositivos artesanos se pudieran abastecer de combustible. Un último ejemplo
de ahorro se realizó con el material escolar, toda vez que la junta de comunidades había renunciado a su
programa de gratuidad. Los libros se compraban también al por mayor,
estableciéndose un sistema de traspaso, tras ser usados, entre los hijos de los
socios. No me referiré a la promoción de viviendas de protección oficial
construidas por la propia cooperativa, por tratarse de un capítulo
excesivamente prolijo.
Ni qué decir que los
autónomos vinculados a la asociación vieron beneficiados sus negocios con una
clientela segura y fiel, siempre lógicamente dentro de los márgenes de calidad
y descuentos negociados con la asociación.
Se creó también, cómo
no, un yacimiento de empleo, que ayudaba a encontrar trabajo a los socios
desempleados, estudiando cuidadosamente las necesidades que pudieran estar sin
cubrir dentro de la asociación, en los negocios de los asociados, o en el
mercado laboral local y de los pueblos colindantes. Y así nacieron secciones
cooperativas de ayuda a domicilio, pintura, creación de páginas web,
fontanería, venta de bienes de segunda mano y hasta una pequeña editorial. Se
tenían en cuenta para ello las aptitudes de los desempleados, sus intereses y
experiencia, y en algunos casos se les aconsejaba la realización de cursos de
formación.
Facilitaba la
contratación externa de miembros asociados el que fuera una consigna estatuaria
que todos los bienes y servicios producidos por la cooperativa debían ser
realizados al mejor precio y con la máxima calidad, prontitud y respeto al
cliente, como corresponde a productores libres y honrados. De ese modo el
prestigio de la cooperativa pronto se difundió por todos los rincones y se
incrementaron sus socios y clientes.
No conformes con
modificar políticamente el entorno mediante sus decisiones económicas, los más
comprometidos gestaron en sus ratos libres un servicio de información y
denuncia pública, que proponía a la asamblea protestas, sabotajes o campañas
colectivas contra todo aquello que se estimaba injusto y abusivo: un médico que
trataba mal a sus pacientes, una compañía de móvil que realizaba propaganda
agresiva, un desahucio, el maltrato animal, la venta de productos trasgénicos o
una decisión del gobierno que recortaba derechos o degradaba los servicios
públicos.
Así se evitaba tener que
hacer frente a las agresiones del sistema de manera individual y se
incrementaba la eficacia de las acciones reivindicativas. El fin no era crear
una fortaleza autárquica en la que evadirse de las presiones externas, sino un
foco de conciencia y resistencia cívica, una herramienta eficaz de
trasformación social.
VI. Practicando la reciprocidad. El banco de tiempo.
Aparte de abaratar los
bienes procedentes del exterior y generar empleos en el interior, la asociación
decidió crear un banco de tiempo para intercambiar servicios entre los
asociados. Llegado el momento hasta se planteó acuñar una moneda social propia,
convertible en euros, para tasar los bienes y servicios entre los socios y
hacer posible que la riqueza se quedara en el mismo lugar donde se produjo. El
tiempo de trabajo necesario para realizar un servicio, medido en unidades
horarias, sería la base del precio.
Los miembros de la
asociación, mediante este sistema canjeaban horas de jardinería por horas de
canguro, clases de matemáticas por declaraciones de la renta, pequeños arreglos
de albañilería por horas de planchado de ropa, acompañamiento de ancianos por
nociones de esparto, recogida de niños en el colegio por trasportar al hospital
a enfermos de diálisis. Además, periódicamente, se intercambiaban conocimientos
sin coste económico alguno: didácticas iniciaciones a Internet, técnicas de
resolución de conflictos, clases de yoga, inglés, fotografía, pintura,
historia, bolillos, economía, manualidades o filosofía.
De este modo los
talentos y capacidades de los miembros se multiplicaban exponencialmente y se
estimulaba el aprendizaje de todo tipo se saberes y destrezas, siendo
frecuentes las actividades deportivas compartidas, muchas de ellas en contacto
con la naturaleza, como el senderismo y la escalada, con lo que apenas quedaba
tiempo para ver la televisión por parte de los adultos o para aficionarse a las
drogas por parte de los jóvenes. Quienes gestionaban el banco de tiempo,
poniendo en contacto a los demandantes con los oferentes, cobraban también en
tiempo, beneficiándose de los servicios ofrecidos.
Los valores que un banco
de tiempo poseía frente a la economía formal eran los siguientes:
–Creaba un espacio de
encuentro donde los miembros podían romper su aislamiento, restableciendo los
lazos de cooperación tal y como existían en las sociedades tradicionales. Los
intercambios generaban vínculos de confianza, compromisos cívicos y ayuda
mutua, lo que incrementaba la cohesión y provocaba un desconocido sentimiento
de pertenencia.
–Estimulaba las
capacidades y talentos de las personas con independencia de sus circunstancias
(género, situación laboral, nivel cultural o edad) lo que aumentaba la
autoestima y autorrealización personal, haciendo aflorar nuevos recursos que
permanecía invisibles para la economía formal.
– Al valorar
exclusivamente el tiempo de duración del servicio igualaba en importancia todas
las actividades humanas. Las horas del médico, el ministro y el banquero
equivalían en un banco de tiempo a las del agricultor, el albañil o el
fontanero.
–Su premisa fundamental
es que las personas, sus fortalezas, capacidades, talentos y habilidades son lo
que produce la riqueza. Todos pueden ser contribuyentes y beneficiarios de esta
riqueza humana.
–Se redefine el trabajo,
que ya no es limitado a aquellas actividades que producen ingresos, incluyendo
con idéntica importancia actividades excluidas del mercado como el cuidado de
niños y ancianos, la atención a los enfermos y personas vulnerables, la
experiencia de los ancianos o simplemente hacer la comida.
–La idea de reciprocidad
dignifica al receptor de ayuda, al que ya no se le considera un insolvente, el
objeto de nuestra caridad. Se extiende la idea de que todos tenemos necesidades
y fortalezas que pueden convertirnos en receptores, contribuyentes y donantes.
–Por último supone una
importante forma de ahorro, ya que en vez de pagar como antes los servicios
recibidos con dinero, se pueden adquirir directamente prestando servicios a
otros, en actividades de nuestro agrado.
También los niños, los
ancianos, las amas de casa y los parados participaban de un modo especial en el
banco de tiempo donde se sentían útiles y no excluidos. Los niños, por ejemplo,
se ejercitaban en la reciprocidad ayudándose mutuamente en sus estudios, de
modo que los alumnos de los cursos superiores supervisaban y ayudaban a los de
los inferiores a cambio de que estos hicieran lo propio con los que aún eran
más pequeños. Los padres se sentían felices de que sus hijos aprendieran con la
práctica valores de la sociabilidad y estuvieran protegidos por una red social
tan amplia y numerosa.
VII. Reducir las necesidades
Pero si existía un
asunto donde los cien destacaban de modo ejemplar sobre el resto de ciudadanos
era en cuanto a la relación que deseaban alcanzar con el medio ambiente.
Pretendían nada menos que sustituir el paradigma de la dominación del hombre
sobre la naturaleza por otro basado en la integración. Si algo los hacía
peculiares era esa sensación de vivir relajados, en contacto consciente con la
vida, realizando siempre los trayectos cortos andando y en bicicleta.
Eran firmes defensores
de la economía del decrecimiento, es decir, de la disminución regular y
controlada de la producción económica con el objetivo de establecer una nueva
relación de equilibrio entre el ser humano y la naturaleza. Rechazaban la
obsesión por crecer que rige la economía capitalista, al considerarla social y
ecológicamente insostenible.
Todos tenía claro el
carácter autodestructivo de esta lógica, que comparte tanto el neoliberalismo
como la socialdemocracia, para la que el objetivo de la política económica no
es otro que facilitar el incremento ilimitado de la tasa ganancia, lo que debe
implicar un aumento continuo de la producción y en definitiva del consumo, que
se consigue multiplicando artificialmente las necesidades de la población.
Dado que la capacidad de
regeneración de los ecosistemas naturales, de donde se extraen los recursos –y
vierten los desechos– necesarios para ese proceso sin fin, es limitada, tiene
que haber un momento, desgraciadamente inminente, donde se producirá un colapso
ecológico. De no actuar urgente y razonadamente, los países llamados
civilizados llegarán a una situación de decrecimiento forzado debido a la
escasez de recursos, a resultas del hundimiento sin fondo del capitalismo
global.
Y si el capitalismo es
incapaz, por su esencia, de frenar esta tendencia suicida debido a que el
incremento de los beneficios es el motor que lo mantiene con vida, tampoco las
actuales instituciones democráticas están a la altura del reto que implica exigir
a sus ciudadanos la moderación en el consumo, a sabiendas del coste electoral
que supondría a corto plazo.
Una sociedad adicta al
consumo no permitirá que con su voto se produzca una reducción de los bienes y
servicios consumidos, antes bien elegirá la máxima: después de mí el diluvio.
De ese modo, la superviviencia de la humanidad dependía de que funcionara la
cooperativa integral, único marco institucional en el que se puede llevar a
cabo un consumo racional y sostenible, que tenga en cuenta la finitud del
planeta tierra y su incapacidad para soportar un crecimiento ilimitado.
Lo sorprendente del caso
es que el reto que parecía un gigante invencible resulto ser tan solo la sombra
proyectada de un enano. La creación de un estilo de vida basado en la simplicidad
voluntaria, que apuesta por energías renovables, el reciclaje y la reducción de
las necesidades, no solo no supuso una disminución de la felicidad, sino todo
lo contrario. La autorrealización, el aprendizaje del placer consciente y el
cultivo del hábito de la plenitud permitieron superar el vacío existencial que
crea la sociedad de consumo. Fue como un gran despertar. Pronto reconocieron
que su anterior vida se basaba en una gran mentira: la ecuación entre bienestar
material y felicidad. El desafío consistía en vivir mejor con menos.
VIII. Soberanía financiera. La banca ética y cooperativa.
Un problema que pronto
se planteó en asamblea era cómo obtener financiación para la creación de nuevas
secciones. Todos estaban de acuerdo en que en coherencia con el código ético de
la asociación no podían depositarse ahorros, concertase créditos ni mantener
hipotecas en bancos en los que pudieran financiarse actividades socialmente
nocivas (armamentos, energías fósiles, juego, tabaco, prostitución, etc.), donde
los beneficios no revertieran en empleo y mejoras sociales, los sueldos de los
ejecutivos no fueran similares a los de un trabajador cualquiera, las
decisiones y dividendos dependieran de la cantidad de acciones disponibles, no
reinara una total transparencia en la gestión o se especulara en los mercados
financieros con los depósitos de los ahorradores.
Fueron varias las
estrategias adoptadas para obtener crédito al margen de la banca tradicional y
convertirse por primera vez en dueños del destino de sus ahorros. Si algo
quedaba claro es que disponer de financiación debía ser considerado un derecho
social fundamental, gestionado por medio de una banca pública o de forma
cooperativa.
Por ello algunos socios
propusieron crear una delegación local de entidades de la llamada banca ética
como Fiare, Triodos bank, Coop 57 o JAK, en alguna de las cuales ni siquiera se
cobraban intereses (estimados ilegítimos dado que el banco no asume riesgos ni
invierte trabajo), las directrices de la gestión se decidían de forma
asamblearia, los préstamos se concedían por su interés social y no solo por su
rentabilidad económica o garantías patrimoniales, se prohibía la especulación
financiera, se mantenía un equilibrio entre crédito y ahorro que evitaba el
riesgo de quiebra, no se financiaban actividades socialmente irresponsables,
las situaciones de impago se
intentaran resolver de forma negociada y los sueldos de los socios trabajadores
eran decididos de común acuerdo.
Una estrategia
complementaria de financiación consistió en crear una sección de crédito dentro
de la propia cooperativa y vincularla con la banca ética, lo que es autorizado
por la ley estatal siempre que no se comercie con el exterior. A través de esa
sección numerosos socios se comprometieron a ahorrar la cantidad de doscientos
euros mensuales, con los que financiarse mutuamente o capitalizar las nuevas
secciones creadas, y cuyos responsables luego
devolverían en periódicas amortizaciones sin intereses o en un interés
convenido. La sección de crédito cooperativo se basaba en los mismos preceptos
con los que se pide un préstamo a la familia o a los amigos para iniciar un
negocio. Compartir el crédito y asociarse a la banca ética eran las únicas
formas de garantizar la soberanía financiera de la cooperativa.
IX. Más allá de la lógica del cálculo. La ayuda mutua
No sería pertinente
olvidar que cuando un miembro se quedaba desprotegido por haber agotado la
prestación por desempleo y carecía de recursos de subsistencia, o una socia era
objeto de maltrato, como todos conocían su situación, trataban de paliarla de
diversos modos. Uno de ellos consistía en proporcionar al desempleado una ayuda
básica en especie de las distintas secciones a cambio de realizar determinados
trabajos necesarios para la cooperativa o contratar colectivamente un seguro de
desempleo para quien pudiera necesitarlo. Mientras que la maltratada era
defendida de la violencia machista con todos los medios legales y, físicos,
llegado el caso. La defensa de su vida era más respetable que la ley.
Si por algo se
distinguía la cooperativa integral es porque a nadie se le dejaba desamparado
ante la adversidad ni se miraba para otro lado cuando alguien sufría. No valía
el “sálvese quien pueda” de su antigua vida. Por mucho que arreciara la
tormenta, los cien se apiñaban para que ningún socio, vinculado a ellos por
sueños y principios, quedara abandonado a su suerte.
Y es que no todo eran
intercambios tasados monetariamente en tiempo o dinero, también se producía
ayuda mutua de forma espontánea, no registrada en un debe y un haber. La
confianza hacía que las personas fueran algo más que compradores y vendedores,
algo más que un recurso con el que satisfacer una necesidad. Pronto se dispuso
la primera tienda gratis, a la que todos llevaban lo que no utilizaban: ropa,
libros, electrodomésticos, herramientas, para que quienes los requerían
pudieran servirse de ellos sin tener que ofrecer nada a cambio. Así, por
momentos, con estos pequeños gestos de entrega no calculada, disfrutaban
anticipadamente de la sensación de residir en la sociedad humanamente perfecta,
a la que cada cual contribuye en razón de su capacidad y recibe en función de
su necesidad.
X. Los conflictos
Sería ingenuo pensar que
todo era perfecto y que en la cooperativa no estallaban a menudo conflictos de
cierta importancia. Envidias, suspicacias, antipatías naturales, habladurías y
rivalidades se originan siempre en la convivencia. Lo que ocurre es que en
organizaciones jerárquicas estos enfrentamientos se vuelven invisibles porque
la parte más débil (el trabajador) tiene que someterse al dictamen de la parte
más fuerte (el empresario). Dando la impresión de que un régimen autoritario,
como el de la empresa tradicional, resulta más operativo en términos de
competitividad que un sistema asambleario, en el que todos pueden opinar y
decidir.
Pero esto, hasta cierto
punto había que contar con ello y más que un problema de la cooperativa debía
ser asumido como un problema existencial irresoluble. Lo mejor siempre es más
costoso que lo peor, lo injusto toma siempre ventaja frente a lo justo en su
eterno combate, dado que no puede defenderse de aquél sin limitar su reacción
por severas restricciones éticas. El delincuente financiero dispone de todos
los medios frente al ciudadano honrado (desprecia su vida y sus derechos),
mientras que éste no admite todos los medios frente a aquél, al considerarlo, a
la par que delincuente, persona.
El conflicto, además de inevitable, debía ser interpretado como una oportunidad para estimular el crecimiento moral del grupo, para aquilatar las decisiones con todos los puntos de vista y ángulos disponibles. No obstante algunos conflictos podían convertirse en peligrosos si se personalizaban –sobre todo por la existencia de miembros extremadamente susceptibles, belicosos o egocéntricos– o se corría el riesgo de que dieran lugar a grupos rivales que aspiraban a ser hegemónicos.
El conflicto, además de inevitable, debía ser interpretado como una oportunidad para estimular el crecimiento moral del grupo, para aquilatar las decisiones con todos los puntos de vista y ángulos disponibles. No obstante algunos conflictos podían convertirse en peligrosos si se personalizaban –sobre todo por la existencia de miembros extremadamente susceptibles, belicosos o egocéntricos– o se corría el riesgo de que dieran lugar a grupos rivales que aspiraban a ser hegemónicos.
Sería imprescindible un
largo proceso de adaptación después de haber aprendido durante toda la vida a
relacionarse entre sí en un entorno extremadamente hostil e individualista. La
lógica capitalista no solo reinaba en el exterior sino que había conformado las
motivaciones interiores. No era fácil que de la noche a la mañana los socios
asumieran mutuamente las necesidades de los otros como si fueran propias. En
ello consistía el reto personal del proyecto, la transformación personal desde
un sistema de relaciones basado en una lógica de suma cero: “si yo gano tú pierdes,
si tú ganas yo pierdo” a otro de carácter cooperativo sustentado en el axioma:
“si yo gano tú ganas, si tú pierdes yo pierdo”. Resultaba costoso al principio
ver al otro como un colaborador y no como un rival.
La transparencia en las
cuentas y la toma de decisiones en asambleas buscando la unanimidad antes que
la mayoría crearon un clima de confianza mutua, pero lógicamente aparecieron
conflictos puntuales de carácter personal, que hubieron de afrontarse con
franqueza, evitando la dramatización, la suspicacia y el orgullo.
Aparte de estas recetas
de sentido común, la cooperativa habilitó instrumentos específicos para
prevenir y abordar los enfrentamientos. Todos los avances de la psicología y la
sociología, un arsenal de tecnologías grupales facilitadoras de la
comunicación, fueron puestos al
servicio del proyecto. El éxito pivotaba sobre la formación de los socios en
técnicas de resolución de conflictos, talleres de cooperación y trabajo
personal. También se constituyó una comisión permanente de mediación, que ponía
cordura cuando la comunicación entre las partes se hallaba bloqueada por un
exceso de emocionalidad.
Algunas de las
decisiones que más resentimiento podían generar, como dirimir cuál de los
socios desempleados ocuparía un puesto vacante, se externalizaban en un órgano
externo de arbitraje elegido por todos, que aplicaba los criterios consensuados
por la asamblea. Así la frustración de administrar la escasez se canalizaba
hacia el exterior. Se aprobó asimismo, como está previsto en la ley de
cooperativas, un régimen disciplinario que penalizaba los comportamientos
lesivos para los demás.
Una buena medida de
prevención se cifraba en la exigencia estatutaria de un período de prueba para
aquellos que deseaban incorporarse a la cooperativa antes de ser considerados
miembros de pleno derecho, mostrando en este tiempo su contribución al clima
habitual de convivencia. Sería ingenuo ignorar que existen personas que, por
cuestiones de carácter o trayectoria vital, son altamente proclives al
conflicto, ya sea directamente o indirectamente, esparciendo chismes o avivando
rivalidades. Había que aprender también a detectar a los oportunistas entre
quienes decían aspirar a la condición de socio, cuyas motivaciones solo eran
interesadas y no estaban sustentadas en principios de auténtico cooperativismo.
XI. No solo de pan vive el socio. Las fiestas comunes.
Terminaré, para no hacer
indefinida esta exposición, señalando que no todo era trabajo; la familiaridad
entre los cien generó una simpatía que periódicamente encontró su espacio y
tiempo propicio. Me refiero a las fiestas comunitarias, deliberadamente
vinculadas a los ritmos naturales, que comenzaban por la mañana con un surtido
mercado que simbolizaba la abundancia de la riqueza colectiva, al que estaban
invitados todos los vecinos del pueblo; y que acababa con música y bailes que
se prolongaban hasta altas horas de la madrugada.
Hasta surgió, por qué no
decirlo, en algunos miembros una corriente de sutil y natural espiritualidad
sin dogmas, dioses ni iglesias, que festejaba el maravilloso milagro de la vida
y la conexión entre todos los seres, descubriendo con plenitud, en todas
partes, la abundancia de valor de lo real. El velo instrumental y mercantil que
recubría su anterior relación con la naturaleza fue dejando paso a una
espontánea actitud de reverencia. El planeta se volvió digno de amor. Huelga
decir que se respetaban todos los credos y sensibilidades. Unos practicaban la
meditación, otros se sentían más
vinculados a los ritos locales o abiertamente se declaraban ateos, sin que la
diversidad en cuestiones de sentido constituyera un motivo de discordia. La
libertad personal era un valor tan central como la cooperación.
XII. Infección de amor en el sistema
Cabe suponer que el
resto de ciudadanos, y esto era con todo lo más valioso del proyecto, al darse
cuenta de que el experimento social funcionaba, y que aquellos cien con quienes
se encontraban a menudo en el trabajo, el bar o la familia, gozaban de un mayor
grado de autonomía personal, satisfacción vital y protección comunitaria,
querrían agregarse o formar su propia cooperativa integral.
Al tratarse de una
ejemplo generalizable, susceptible de interconectar multiplicidad de nodos
independientes en niveles crecientes de complejidad, permitía vislumbrar en el
horizonte un vasto movimiento de transformación social, los sinérgicos focos de
un incendio que se extendía a través de un entramado de instituciones
económicas y políticas capaces de alumbrar una sociedad igualitaria, no
capitalista.
Un nuevo sujeto radial
plenipotenciario, articulado por una masa crítica de ciudadanos educados en un
entorno no corrompido por la codicia y la desigualdad, estaría en mejores
condiciones que los actuales votantes para ejercer una influencia decisiva
sobre las obsoletas instituciones del sistema, al que obligaría a transformarse
en una democracia real. Sus vidas, antes fútiles a sus ojos, servían ahora nada
menos que al propósito de inventar un tejido socialmente vivo capaz de
regenerar el agotado cuerpo de la multitud.
Y aquí interrumpo la
historia de cien personas, que podría ser interminable como la vida misma.
Personas que al decidir cooperar habían logrado disminuir el coste de sus
necesidades, generar empleos dignos, consumir de forma crítica y
transformadora, influir más decisivamente en el entorno, recuperar una
sensación de valía social y pertenencia, incrementar sus conocimientos,
recursos y habilidades, aliviar su sentimiento de soledad, mejorar sus
habilidades sociales, minimizar su dependencia respecto a una forma de vida que
no compartían, superar su indefensión aprendida, vivir más en coherencia con
sus principios e ideales y rodearse de gente con mayor calidad humana.
Y sobre todo haber
disfrutado antes de morir, a pequeña escala, de la sociedad con la que soñaban
en su juventud, demostrando con hechos y no con palabras que otro mundo es
posible, que el capitalismo es tan solo un suceso pasajero en la historia del
hombre y que, por fortuna, existen alternativas. Y así termina la gesta de cien
personas, cien ciudadanos normales, que a sabiendas de que se enfrentaban al más sofisticado
sistema de dominación de todos los tiempos, no perdieron, por su lucha, la decencia.
Y comieron perdices -no de granja- y resistieron felices.
COMO NO SABÍAN QUE ERA IMPOSIBLE, LO CONSIGUIERON
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